Henri Cartier-Bresson |
Hay días.
Hay días buenos y días malos.
Días pasables, días de
transición y días que pasan sin pena ni gloria.
Días que olvidarás más
pronto que tarde porque no son dignos ni de recordar ni de mencionar.
Días grises envueltos por la neblina invernal, de estar en casa mirando
todo el santo día por la ventana mientras tus piernas se queman al calor
del radiador.
Días resplancedientes, llenos de luz, fuerza y esperanza.
Días que las nubes escriben desde el cielo la palabra pereza y tú les
haces caso.
Días en blanco, días no vividos, días muertos, días en coma,
días en stand-by a la espera de ese algo que nunca termina por llegar
ni de manifestarse a travás de una pequeña señal; de ese algo que te
llene de algo, que inunde el desierto de la rutina constante increscendo
y opresiva.
Días de mierda, sin más.
Días de mierda encadenados.
Días de mierda en bucle cuál día de la marmota.
Días de mierda en los
que no eres capaz de deshacerte del ovillo que formas con tu cuerpo,
abandonado en esa cama que desde hace días es lo más parecido a estar a
salvo como cuando te resguardas bajo un árbol ante la intempestiva
lluvia, te mojas igual, pero estás resguardado.
Días de mierda que ya
empiezan a prolongarse demasiado en el tiempo.
Días así.
Días como el de
hoy.