Si hace unos años antes de que internet y la invasión de la tecnología llegara a nuestras vidas, alguien hubiera venido a hablarnos de algo llamado wifi, router, website, email, tablet, netbook, hosting... nos hubiera sonado a un lenguaje extraño, carente de significado para la mayoría y reservado para un grupo reducido compuesto por profesionales o aficionados a la informática; cosa de frikis, vamos.
El pasado año*, un total de 18,6 millones de personas
accedió cada día a la Red, de las cuáles un 63,2% lo hizo con su
teléfono móvil, mientras que el 31,6% optó por utilizar un ordenador,
portátil
o tablet. El incremento del número de smartphones es incesante, valga como dato los 1.004,2 millones que se vendieron en 2013, y existen ya casi tantos teléfonos móviles
-6.800 millones- como personas -7.100 millones-. Está por llegar el día
en el que haya más smartphones que habitantes en el planeta Tierra y
probablemente será más pronto que tarde.
Desde que aterrizaron en nuestras vidas internet y las redes sociales, las cosas han cambiado ya no solo desde el punto de vista tecnológico sino que directamente han afectado a nuestro comportamiento y en consecuencia, a la forma de relacionarnos con los demás.
Los seres humanos somos seres sociales por naturaleza. Vivimos en una
sociedad de la que somos parte, donde las relaciones humanas conforman nuestro día a
día. Las sociedades al igual que las relaciones van cambiando
paulatinamente: la evolución va de la mano del cambio; en ocasiones
hacia el progreso y otras hacia la involución o la destrucción, en el peor de los casos. Son la
cara y la cruz de una misma moneda.
Basta echar la vista atrás para recordar que originalmente, los primeros teléfonos móviles destinados al gran consumo fueron creados con dos funciones principales: hacer y recibir llamadas y subsidiariamente enviar mensajes cortos de texto. El retrato robot del móvil primigenio podría resumirse en diseños toscos, pesados, feos, con una mini pantalla donde escribir números y letras grises, (me vienen a la cabeza el Alcatel One Touch Easy o el Motorola D520) que se asemejaban más a
No teníamos ninguna necesidad de ir con un teléfono en el bolsillo hasta que nos la crearon.
Llegó el boom de la telefonía móvil y te regalaban uno hasta cuando comprabas el pan (es un decir, pero yo recuerdo un verano en el que mis padres, al reservar las vacaciones estivales, la agencia de viajes nos regaló un móvil. Pero ¿para qué queríamos un teléfono móvil? Lo rechazamos y a cambio nos regalaron un juego de maletas, mucho más útil, claro).
El móvil era un regalo, sí, un caramelo; pero como dice el refrán nadie da duros a pesetas: a cambio corría por tu cuenta pagar el alta de la línea y una facturación mensual vinculada a un contrato de permanencia. Llamar por el móvil era caro, muy caro. Fue entonces cuando llegó el auge por los sms, mensajes cortos, con abreviaturas imposibles que crearon un lenguaje propio lleno de palabras y signos muchas veces ilegibles. Había que concentar todo lo que queríamos contar en 140 caracteres, y si el destinatario de ellos era cliente de tu operador te salía más barato que si era de la competencia. Airtel y Movistar encabezaban el mercado.
La competencia fue creciendo y eso hizo que las operadoras se pusieran las pilas: bajaron las tarifas, seguían regalando terminales y nacen los móviles prepago. No recuerdo exactamente el año, pero sería hacia finales de los noventa, principios de dos mil, cuando los móviles se convirtieron el regalo comodín de las Navidades, aunque no lo necesitases te lo regalaban, cada vez éramos más los que teníamos uno por eso del "por si acaso tengo que llamar" (pese a que siempre ha habido cabinas telefónica por las calles), o para enviar sms. Aunque la realidad era otra: hablábamos poco y escribíamos muchos mensajes, algunos demasiados.
Nos acostumbramos a vivir con el móvil.
Por otro lado, poco a poco la venta de ordenadores se va incrementando y dejan de ser una herramienta de trabajo para convertirse en algo esencial con la llegada de internet, ese gran desconocido del que todo el mundo hablaba, aunque nadie sabía muy bien cómo funcionaba pero había que tenerlo porque era el futuro, y la desada tarifa plana no tardó en llegar a casa. Internet empeza a ser accesible para el ciudadano medio.
Paralelamente, en la primera década de dos mil nacen las primeras redes sociales: myspace, fotolog, tuenti, facebook, twitter... y pronto se transforman en una nueva manera de relacionarnos y de ocio. No podía olvidarme de Messenguer, un servicio de mensajería instantánea, que no podía considerarse estrictamente como una red social, pero servirá de precedente para la creación de otras posteriores como skype o whatsapp.
Todas
estas nuevas herramientas nos permiten conectar e interartuar con
personas que están en la otra parte del globo, a miles de kilómetros de
donde nosotros estamos: en nuestra casa, en la oficina, sentados en el
sofa o en una silla frente a la pantalla de nuestro ordenador.
Retomando la telefonía, en seguida se empezaron a fabricar y comercializar nuevos aparatos con mejoras considerables: tener un modelo u otro te definía ante los demás, era una forma de mostrar tu estatus. Se caracterizaban por un menor peso y tamaño, pantallas más grandes y en color con baterías más ligeras. De la fiebre de los tonos polifónicos y carcasas intercambiables, se dio paso a la cámara de fotos incorporada, música mp3, nuevos juegos, y los más modernos con teclado alfanumérico, que permitían acceso a internet, telellamada y consultar el correo electrónico.
El chollo de los móviles había terminado y comenzó el chollo para las operadoras.
Ya no los regalaban como antes, si querías uno nuevo tenías que pagarlo, o cambiarte de operador, con su correspondiente portabilidad y cambio de contrato (con una obligación de permanencia con penalización económica incluída en caso de incumplimiento). Parecía que salvo mejoras estéticas, nada nuevo podría hacerse con un simple teléfono móvil.
El punto de inflexión llegará en enero de 2.007 cuando, Steve Jobs presenta el primer smartphone de Apple: el iPhone. Un novedoso teléfono con apariencia de un iPod con pantalla más ancha y controles táctiles (sin un teclado físico) con acceso a internet y una estética única hasta la fecha. El propio Jobs dictamina que "se convertirá en un sistema novedoso de comunicación" y no estaba equivocado. En tiempo record se convirtió en objeto de deseo de los consumidores y en todo un icono de la marca.
Hoy, siete años después vivimos
hiperconectados. La Red de Redes nos ha atrapado y somos parte de su
entramado. Es muy difícil que concibamos nuestro día a día sin tener el
acceso a toda la tecnología que nos rodea.
Además, con la entrada en el mercado de los teléfonos inteligentes o smartphones
las empresas de telefonía encuentran un campo nuevo que explotar y en
consecuencia una nueva fuente de ingresos: servicios web, descargas de
aplicaciones o tarifas de datos móviles.
La influencia de la publicidad sirve de estímulo para que consumamos. Estos estímulos marcan nuestra conducta social y también lo hacen los
hábitos de los demás, aunque conscientemente no lo percibamos.
Los publicistas y expertos en marketing dirán que las necesidades no se
crean que están ahí, que es imposible crearlas o inventarlas, que si
surge un nuevo teléfono móvil con acceso a internet llamado smartphone
no nos están creando una necesidad de comunicarnos; que ésta ya está latente en nuestro interior. Ellos nos están ofreciendo nuevas y mejores maneras de satisfacer nuestra necesidad de comunicación. Esta filosofía es aplicable a cualquier producto que intentan vendernos y no falla.
Puede que tengan razón o no, pero hasta entonces la gran mayoría no
teníamos ninguna necesidad de tener un teléfono con conexión internet,
pese a que hoy seguramente diríamos lo contrario.
Las redes sociales se trasladan de la pantalla del ordenador al bolsillo, en forma de aplicaciones. Allá donde vayamos, nuestros smartphones nos acompañan: se han convertido en nuestro compañero inseparable, en un apéndice, en una prolongación de nosotros mismos. Y nos descargamos apps, nos mandamos whatsapps, twitteamos con hashtags, nos hacemos selfies que compartimos en instagram y facebook, competimos a ver quién tiene más megusta, más likes o más followers.
Conectamos con nuestros amigos, y con los amigos de nuestros amigos y con los amigos de éstos, aunque no les conozcamos, aunque solo les vimos aquella noche cuando nos los presentaron por casualidad en un cumpleaños, y hablamos de banalidades. El mismo día que nos hicieron una foto que al día siguiente alguien que no conocías la subió a facebook y el resto se encargó de etiquetar y entonces las solicitudes de amistad empiezaron a saturar tu bandeja de entrada.
El caso es que tenemos muchos amigos, que eso es lo que importa, ¿o, no?
Los horarios han desaparecido, nadie cierra por internet.
Nuestras últimas conexiones y actualizaciones no se prolongan más de 24 horas porque no queremos desconectar, porque desconectar se traduce a estar fuera, a no formar parte de un colectivo a quedarse al márgen. Y nadie quiere eso. Nos transportamos deslizando el dedo del mundo real, físico y tangible a un mundo virtual dónde podemos ser quienes queremos. No soy lo que ves, ahora soy cómo yo quiero ser, cómo quiero hacerte creer que soy. Mostramos una idealización de nosostros mismos, una realidad que sólo existe en el mundo virtual. Al falsear la realidad indirectamente nos estamos retratando y dejamos al descubierto nuestras carencias y vacíos. Al exponernos sin límites buscamos la aprobación de los demás pero por el contrario nos volvemos más vulnerables. Es cierto que las redes sociales nos mantienen conectados, que nunca estamos solos, es la soledad del siglo XXI, porque no sabemos estar solos.
Nuestras últimas conexiones y actualizaciones no se prolongan más de 24 horas porque no queremos desconectar, porque desconectar se traduce a estar fuera, a no formar parte de un colectivo a quedarse al márgen. Y nadie quiere eso. Nos transportamos deslizando el dedo del mundo real, físico y tangible a un mundo virtual dónde podemos ser quienes queremos. No soy lo que ves, ahora soy cómo yo quiero ser, cómo quiero hacerte creer que soy. Mostramos una idealización de nosostros mismos, una realidad que sólo existe en el mundo virtual. Al falsear la realidad indirectamente nos estamos retratando y dejamos al descubierto nuestras carencias y vacíos. Al exponernos sin límites buscamos la aprobación de los demás pero por el contrario nos volvemos más vulnerables. Es cierto que las redes sociales nos mantienen conectados, que nunca estamos solos, es la soledad del siglo XXI, porque no sabemos estar solos.
Este verano asistí a un concierto y no hacía falta fijarse demasiado para darse cuenta que ahora los conciertos o cualquier otro espectáculo, o celebración, no se ven en directo. La gran mayoría prefiere verlo a través de sus pantallas a la vez que hacen fotos o graban vídeos para luego subirlos a sus RRSS y que quede constancia de que ellos estuvieron allí. Y si son los primeros mejor. Existe una obsesión por compartir todo que es abrumadora. Pero, ¿cuánto tiempo hace que no quedas para tomarte un café con ese amigo con
el que te mandas whatsapps, le mantienes bien informado de lo maravillosa que es tu vida, pero siempre terminas la conversación con un "a
ver si nos vemos"?
Es más fácil escribir lo siento, o te quiero, o perdona que decirlo
cara a cara sin una pantalla de por medio. Al escribir cabe la
posibilidad de editar, borrar, calcular lo que decimos y cómo lo
decimos, ¿dónde queda la espontaneidad?
Y cómo no, las interpretaciones que uno puede hacer de lo que aprentemente es una simple frase son infinitas. Y entonces hay maletendidos, que si yo no dije esto pero me refería a esto... ¿quién no ha tenido alguna discusión por pequeña que sea por una tontería cómo ésta?, ¿cuántas relaciones de amistad o de pareja se han roto o debilitado por naderías que de haberse hablado cara a cara, no hubieran devenido en una ruptura?
Y cómo no, las interpretaciones que uno puede hacer de lo que aprentemente es una simple frase son infinitas. Y entonces hay maletendidos, que si yo no dije esto pero me refería a esto... ¿quién no ha tenido alguna discusión por pequeña que sea por una tontería cómo ésta?, ¿cuántas relaciones de amistad o de pareja se han roto o debilitado por naderías que de haberse hablado cara a cara, no hubieran devenido en una ruptura?
Recordemos que por encima de la tecnología siempre estamos las personas. Que nos equivocamos, pero también tenemos la capacidad de enmendar nuestros errores. Que valemos más que el último modelo de iPhone presentado ayer. Que la amistad es hablar, y conversar, y no estar de acuerdo y ver cómo nos fruncen el ceño, y terminar riéndonos a carcajadas, no con jajaja, ni jejeje, ni jijiji ni caras amarillas que parecen que tienen ictericia.
Y no con conversaciones sin fin a las tres de la madrugada. Que un día está bien, pero no nos acostumbremos porque eso no es lo normal; aunque muchos lo hagan. Que no debemos medirnos por el número de likes ni de followers ni competir. Que la tecnología es una herramienta que puede ser nuestra amiga, o nuestra enemiga. Que como amiga puede ser muy valiosa, pero como enemiga muy destructiva.
Está en uno mismo decidir el uso que quiera darle. Solo hace falta echar mano de algo tan sencillo como el sentido comun, aunque no sea siempre el común de los sentidos.
no
están creando la necesidad de comunicarnos, están ofreciendo nuevas y
mejores maneras de satisfacer nuestra necesidad de comunicación. - See
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http://axeleratum.com/2012/crear-necesidades-las-necesidades-no-se-crean/#sthash.Pn3cxlls.dpuf
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mejores maneras de satisfacer nuestra necesidad de comunicación. - See
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En nosotros está la opción de que las nuevas tecnologías se cinviertan en nuestras aliadas o en nuestros enemigos. Poner un límite para que no pasemos de un extremo a otro sólo depende de algo tan sencillo como hacer uso del sentido común, aunque no siempre sea el común de los sentidos.
* Según el informe "Sociedad de la Información en España", publicado
por Telefónica.
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