sábado, 13 de septiembre de 2014

Una monja, un extremeño y una sombra en el balcón

Una monja con hábito negro, largo hasta los pies, cordón blanco atado a la cadera, colgando,  y sandalias de samaritano va con un hombre alto, cara angulosa y delgado. Viste camisa y pantalón negro. Parece un mafioso o Raphael en plena gala de Nochebuena. Pasean por el parque. Algo traman.
Son las 21:14 de un miércoles de septiembre.
Paran, hablan en el césped y observan ¿Serán ellos el violador de ciudad lineal y se ocultan bajo un disfraz? ¿una monja violadora? todo puede ser... mi imaginación no conoce límites.

Los jubilados del banco de al lado conversan animadamente. Son dos parejas y el hombre de una de ellas lleva la voz cantante. Dice que pasa del 7, que se acerca al 8. Es de Extremadura, sus padres eran de Córdoba y lleva viviendo en Madrid cincuenta y tantos años y está orgulloso de su acento. Habla de fincas arrendadas y de patatas con bacalao, pepinos, tomates y lechugas. Que la tierra es muy seca. Dolor de pecho y hemorragia en el estómago. La mujer que está sentada a su izda es de Mérida.

La monja y el hombre desaparecen entre la fondosidad de los árboles y se funden con la oscuridad.

Gente que suda.  Gente atacada por la fiebre, la fiebre del running.  Están enfermos. Corren como cabras por el monte, sin rumbo y a lo loco. La sangre no les llega a la cabeza, yo creo que no oxigenan bien, pero no soy médico para asegurarlo.

Los perros que trotaban por el césped y corrían dibujando círculos imaginarios han dado la vuelta a casa.

Ahora mis vecinos de banco hablan del carácter de los médicos: 
-que no es lo mismo que tengan buen carácter o no.
-claro, ¡que somos muchos y muchos mayores!, pero cuando hemos requerido se han portao, afirma la otra mujer.
-pero que se planifiquen mejor, ¡que no roben tanto!
-yo tuve un médico árabe, vamos moro, que se llama Nabil, retoma el extremeño.
- claro, como en Córdoba... con tantos califas ¡cómo no iba a saberlo!

Al extremeño le operaron el 18 de abril de apendicitis y casi le sacan el hígado. 

Mi perro rompe el silencio reinante amenizado por la converación y empieza a gruñir. Gruñe a las sobras de los febriles.

Me voy antes de que monte un escándalo.

Al levantarme me doy cuenta de que todo este rato una sombra desde el balcón del dúplex del cuarto piso ha estado obervando la escena.

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