Los cuerpos de los que salían de bailar se dirigían desprovistos de cordura y rebosantes de vitalidad hacia el abismo envuelto por la canícula madrileña.
Perdidos en una cuidad acogedora y caótica en busca de un sentido, un revulsivo que aderezca la insípida existencia a base de alcohol, selfies y sustancias psicotropicolándicas, que les evadan de la cruenta y asfixiante realidad.
La lucha entre la desidia y el deseo, el deber y el disfrute, la rutina y la improvisación.
Risas amontonadas, risas nerviosas, risas fingidas, y las primeras risas cómplices.
Abrazos sin contraprestaciones, besos con dobles sentidos y vacua palabrería aprehendida.
El deslumbre de las farolas revela imperfecciones y sombras imperceptibles hasta hacía diez minutos.
Todo se empequeñece hasta lo más burdo, no hay sombra que nos oculte ni juventud pervertida por ese fogonazo.
La realidad nos escupe, unos vuelven a su ser no sin cierto disimulo, mientras otros echan mano de sus artimañas de improvisación tan manidas, tan vulgares, tan poco efectivas...
Como en el cuento, al llegar el amanecer todo se evapora, todo se desmorona de vuelta a casa.
El día se lleva noches memorables y noches para el olvido, noches irrepetibles, noches zafias, noches de vino y rosas, noches al fin y al cabo.
Noches que desaparecen como el otoño cuando llega y se lleva consigo los ansiados, venerados y necesarios, amores de verano.
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