Hace
seis meses me mudé al piso en el que hoy vivo. Pese a que ni siquiera
cambié de calle, sólo de número, entré a formar parte de un nuevo
vecindario con todo lo que ello implica. Y a mí, que me pasa como a
muchos, cuando llego a un nuevo lugar, intento equilibrar mis
caracteres: ser cordial pero no demasiado simpática, segura sin resultar
soberbia, dispuesta sin parecer servicial; e intento dejar de lado el
sarcasmo y la ironía que me caracterizan; pues sin conocerme puedo
resultar frívola y borde- cosa que me encanta, por otra parte-. Durante
el fin de semana en que hice la mudanza, me crucé con varios vecinos:
algunos muy amables que me ayudaron cuando me vieron cargar cajas cuál
mozo en un polígono perdido al sur de Madrid en plena campaña del black friday,
y otros a los que me presenté como la nueva inquilina del cuarto, que
directamente ni me saludaron. Me quedé con sus caras para hacer lo
propio en futuros encuentros. Al día siguiente, cuando volvía de
trabajar saludé al portero, al que ya conocía pues él mismo me enseñó el
piso, y, tras preguntarme qué tal, se quedó dubitativo y me soltó a
bocajarro mientras entraba al ascensor “que a ver cuándo quedamos para irnos conociendo… y eso”. Ese y eso
me chirrió. No era gracioso ni sonaba inocente, no era como el que
salía de la boca de la inefable Pantoja de Puerto Rico; más bien sonó
como un etéreo indeterminado cargado de una doble intención alejada de
la noble cortesía, e hizo que inmediatamente, me entrara la duda de
acerca si este personaje, iba quedando con todos los nuevos vecinos para
irse conociendo ( y eso), con
las mismas intenciones que tenía conmigo. Algo me hizo sospechar que no.
Con una resuelta indiferencia, decliné su invitación y vi cómo se le
caía la careta de simpático mientras la puerta de acero se desplegaba
más despacio que otras veces. Desde entonces, sé que me odia y va
contando a los vecinos que soy una antipática. Conoce mis horarios,
aparece y desaparece en la portería cuando menos me lo espero; unos días
me saluda, otros se hace el longuis cuando le reclamo la
correspondencia hasta que le paré los pies el día que con la excusa de
que venían a instalarme la fibra óptica intentó colarse en casa. La
antipática es ahora la borde y luzco el título con lozanía y orgullo.
Hace
un par de semanas llegó una nueva inquilina y respiré aliviada. Ya se
sabe que cuando uno se acostumbra a la novedad, desaparece el interés y
ésta se vuelve invisible. Apenas he intercambiado un par de saludos con
ella, pero intuyo que no le caigo muy bien. Por lo pronto, el portero me
ha dicho que es abogada y muy simpática.