viernes, 27 de enero de 2017

formas silenciosas de volverse un poco más loco



La locura, concebida por algunos como una virtud, es un rasgo de la personalidad que desde tiempos inmemoriales ha generado interés, rechazo, fascinación y atención. Nuestras conexiones cerebrales en un momento dado pueden desviarse por el camino de la inestabilidad- ella y la locura son íntimas- y es entonces cuando todo puede eclosionar en un ola de desvaríos inexplicables donde se han perdido los amarres y uno fluye por el mar de la confusión como si esa ahora tormentosa percepción de la realidad hubiera formado desde siempre parte de su ser. Es en buena parte esa percepción la que en un momento dado, puede volvernos un poco locos, sin necesidad de ser internados de inmediato en un centro especializado en salud mental. Hablo de esos momentos delirantes descontrolados en los que las cosas se tuercen, perdemos los papeles y enloquecemos como verdaderos animales que somos, irracionales y aferrados en nuestra inconprensión, a la vista de los que aparentan estar cuerdos, que por otro lado, ese tipo de personas son los que psicóticamente hablando, son los más peligrosos; véase el vecino educado que siempre saluda que se le cruzan los cables y ¡zas!.

Personalmente hay determinadas circunstancias que me llevan hacia esa espiral donde se pierde la cordura, pero nunca la compostura:

- escuchar las risas y gritos hienáticos de tus vecinos con apariencia de personas normales pero cuyos comportamientos les sitúan holgazaneándo por las tierras áridas y secas del Perú más angosto y petulante.

- ciertos olores, exquisitos y atrayentes para algunos que a mí me remueven las profundidades de mis bilis y se manifiestan en el instante previo a un viscoso vómito. Ésto son el olor que se desprende al freir aceite de girasol, los males olores corporales ahí van unos cuantos que mejor no detallo para salvar la existencia del portatil desde el que escribo, el olor del tabaco, los de las pastelerías industriales y esa peste de margarina derretida a 180 grados, el rastro de olor que dejan mis vecinos en el ascensor una mezcla de tabaco negro con sobaco sudado y genitales distraídos, el del café de cápsulas, el del cordero asado, el de las bandejas de carne de los supermercados cuando las cámaras no funcionan como deberían, el del autobús cuado llueve y cuando llueve y hace frío es aún peor con todo el vaho y los virus impregnados las barras, el de las bayetas de los bares, el alcantarilla antes de diluviar.

- el fútbol y que el 98% de las noticias deportivas sean acerca de tan opaco negocio y que nadie se atreva a cuestionar.

- los progenitores, aunque en su mayoría son madres, descerebrados que exponen a sus hijos en las redes sociales sin recato o pudor como si se trataran de su última adqusición de las rebajas y tengan que enseñar al mundo la buena compra que hicieron. Me pregunto qué pensaran sus hijos cuando crezcan y vean que su album familiar está a mano de cualquier desalmado con acceso a internet. Es todo tan fácil. Ójala cuando sean ancianos sus hijos muestren su decrepitud sin filtros tal y como ellos hicieron lo propio con su infancia.

- la gente que compra animales como el que compra un bolso de marca y cuando se cansan de la criatura se inventan alergias para justificarse.

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